Cuando niño era un cobarde. Dormí con la luz prendida hasta los 9 años, cuando comencé a ver películas de terror. Antes de eso evitaba todo contacto con la oscuridad. Había solo un momento en el que podía tolerarla. Cuando iba al cine.
Desde que tengo memoria mis padres me llevaron al cine a ver todo lo que se estrenara para niños. Desde Pinocho hasta las películas de Los Muppets, todo lo que tuviera la censura de “Todo espectador” era panorama obligado. En aquella época pre multisalas, y cuando nadie le decía pop-corn a la cabritas, existía un cine que todo el año daba películas infantiles, ese era el Huelén. Estaba ubicado en la esquina de calle San Antonio con el paseo Huérfanos, dentro de la galería Juan Esteban Montero, donde aún está el Hotel Santa Lucía. La galería tiene todo un concepto pachamamistico en su decoración, que ahora investigando me entero que fue hecha por Nemesio Antúnez. En la entrada de las salas hay un mural de cacharritos de greda, como esos de Pomaire, y en el piso de la galería hay una serie de diseños en mosaico de figuras y alcancías de chanchitos. Al entrar al cine estaba la confitería, que tenía pintado en su pared un mural de Blanca Nieves y los siete enanos. Tenía dos niveles y la pantalla más grande que recuerdo. Para ingresar debías pasar por unas cortinas negras en las que no podías ver ni tus pies para llegar a las butacas. Las funciones eran rotativas, o sea podías ver una película todo el día si querías y nunca salir del cine. Era común entrar a la mitad de una película y esperar la siguiente función para ver el comienzo. Ahora creo que pertenecer a la generación rotativa fue uno de los aspectos que ayudó a que conceptos como el flashback y el flashforward no fueran un problema al momento de ver series como LOST.
Vi tantas películas en aquel lugar. No recuerdo la primera que vi, sería imposible, pero tengo grabados en mi mente muchos momentos en los que pisé aquellos mosaicos. Recuerdo cuando corrí a tocar la pantalla para ver si era como una tele, cuando vi a Maléfica convertirse en dragón, cuando los hermanos Darling volaron sobre Londres, a los siete enanos caminando al trabajo, y el color, todo ese color que amaba al ir al cine, ese color que no tenía en casa por tener una tele en blanco y negro.
La última película que vi en aquella sala del centro fue Hércules. Era el año 97 y ya existían las primeras multisalas en Santiago con su Dolby Digital y sus combos de pop-corn. Al año siguiente seguía funcionando pero preferí lo nuevo, me sentí casi traicionero, pero cedí a la modernidad y el plástico. Luego el cine cerró y años más tarde se convirtió en un cine para adultos, el Euro. Los cines del centro cayeron uno a uno ante el cine de mall y ahora el ex cine Huelén se encuentra botado esperando a que alguien lo compre y lo convierta en una multitienda más.
Pagaría por entrar nuevamente a esa sala y ver como está, por una foto de aquel mural tras la confitería o ver nuevamente una película en esa pantalla, por ir y tocar mi infancia una vez más. Cómo te extraño, Cine Huelén.