Uno de mis mejores recuerdos infantiles tuvo lugar un Domingo de Resurrección. El ultimo día de Semana Santa, la época en la que recordamos a un tal Jesucristo Redentor, que supuestamente murió por todo el mundo y gracias a ese acto estamos salvados. De no ser así estaríamos todos quizás dónde y quizás cómo!
La verdad, pocos son conscientes de esa historia a los 9 años, porque además existe la extraña tradición del conejo de pascua, ese que pone, hace o trae huevos de chocolate. El hecho de que fueran de chocolate, “gratis” y aparecieran como callampas en los patios de las casas «aquel domingo», fue más importante que cualquier acto altruista de un hippie bondadoso miles de años atrás. Daba lo mismo cualquier cuestionamiento lógico frente al tema, además, esos cuestionamientos a los 9 años no existen. Lo extraño del asunto es que yo, con esa edad, y hasta aquel fin de semana, no tenía idea del conejo y sus huevos de colores. Jamás había oído o visto niños buscando chocolates porque el tal orejón había pasado la noche anterior. Iba en colegio católico desde Kinder, y hasta recuerdo haber pintado el típico conejo de parvularia, pero no tenía idea del tema. Obviamente en mi familia ni se hablaba del asunto, el único comentario de ese fin de semana era que la televisión era una mierda porque daban todos los años lo mismo.
Llegó el esperado día! Todos hablaban de los chocolates y cuántos habían encontrado. Para mi alivio, no era el único desamparado de chocolates y padres religiosos o consumistas (como se quiera ver). Una amiga de aquellos días también no había encontrado ninguno. Para nosotros la idea del conejo ya era estúpida, y lo de comer chocolate tampoco eran tan maravilloso, lo interesante era el simple hecho de salir a buscar los malditos huevos y pasarlo bien un rato. No recuerdo en qué momento ni cómo se nos ocurrió, pero juntamos los pocos pesos que teníamos, fuimos al almacén del pasaje y compramos lo máximo que pudimos costear… la bolsa más grande de Soufflés Frito-Crac. Costaba 150 pesos, era de esos dulces, y con ellos nos fuimos al patio de mi casa, sacamos hojas de algún cuaderno (de matemáticas lo mas probable) e hicimos pelotas de papel llenas de soufflés. Nos turnamos. Uno de nosotros los escondía mientras el otro no miraba. Así nos tocó buscar nuestros “Huevos de cuaderno rellenos de soufflés”. Lo hicimos más de una vez. El acto de buscar y encontrar era lo más divertido que se podía hacer aquel domingo. Después cada uno comió sus “huevos”. Nos preguntaron cuantos habíamos encontrado, dijimos que muchos.